Cuento | Tic, tic


Por: Maumy G. (*)

Sobre la alfombra, a los pies regordetes de Coty, caía una gota. Lo interesante no era ver cada esferita flotando ahí, a la altura de sus ojos, ni el charco gelatinoso que se había ido formando cuando caían al suelo. Lo interesante era que las gotas le hablaban.

Tic, tic —dijo la que giraba ahora suspendida en el aire. No con voz de gente grande, como la de su mamá que estaba planchando un pantalón, del otro lado de la sala, o la de su papá que miraba el partido de fútbol, arrellanado en el sillón, y cada tanto les gritaba instrucciones a los jugadores, sino con voz de radio descompuesta.

Tic, tic —repitió la gota. Coty bizqueó, quizás tratando de enfocarla mejor. Era de un bonito azul traslúcido, brillante.

—¿Querés la leche? —le preguntó la madre a Coty, sin levantar la vista del pantalón. La nena no respondió.

—¡Vamos, vamos! —gritó el padre, sacudiendo una mano, como si amenazara al televisor. El relator también gritaba la jugada.

—¡Así se hace! —El padre se levantó del sillón y casi pegó la cara a la pantalla—. Pateá al arco... ¡Pateá!

Por un segundo, la casa quedó en silencio.

—¡Qué hijo de puta! —volvió gritar el padre y regresó al sillón con la cara colorada.

—Dejá de decir palabrotas delante de la nena... —se quejó la madre.

—¡Sólo tenía que patear al arco!

—Tic, tic —dijo Coty, agitando las manitas. La gota se había quedado quieta. Luego, cayó al suelo. El charco había triplicado su tamaño. Crecía de forma extraña, hacia los costados y hacia arriba, amorfo, ni sólido, ni líquido. Coty lo tocó con la punta de los dedos y el charco se contrajo. Comenzaron a crecerle finísimos apéndices, semejantes a pelos translúcidos, que ondulaban. Se alargaron hasta tocarle la cara a la nena, como si reconocieran un objeto raro.

—Coty —murmuró el charco y emitió un ligero zumbido. Desde el centro se irguió un nuevo apéndice del grosor de una cabeza adulta, sin ojos, largo, deforme. Coty podía ver a través del cuello fluido.

—¡Mamá, papá! —Señaló con el dedo.

La madre dejó la plancha a un lado. Sacudió el pantalón y miró a Coty. Había algo frente a su hija que le resultaba extraño. ¿Acaso la veía a través de una ondulación transparente?

—¿Querés la leche? —insistió. Se restregó los ojos y volvió a mirar. La ondulación seguía ahí.

—¡Goooooool! —gritó de pronto el padre. Saltó del sillón agitando los brazos. Aullaba como mono, mientras en la televisión repetían la jugada y mostraban la horda enardecida sacudiendo las rejas del estadio. Por un instante, el griterío fue una vibración unísona y el fluido gelatinoso comenzó a ondular en espirales concéntricas. Pasó de azul a negro. El zumbido, que salía ahora de su centro, se volvió intolerable. Afuera ladraron los perros. Coty se tapó los oídos.

Tic, tic —dijo el charco. Estiró el apéndice agigantado hasta el televisor y lo envolvió. El aparato desapareció.

Tic, tic —repitió, y fueron desapareciendo, uno a uno, el resto de los objetos.

Los padres de Coty se habían quedado helados. Uno, en el centro de la sala con los brazos arriba, la otra frente a la mesa de planchar. Ambos con la boca abierta, sólo alcanzaban a  mover los ojos. El charco se deslizó, acercándose hasta cada uno de ellos. Un hilo de baba comenzaba a mancharles el pecho. Ambos miraron el fluido negro translúcido que zumbaba y cayeron, por turnos, de bruces sobre la alfombra.

El fluido reptó hasta Coty. Volvió a palpar la carita cachetona con los apéndices fínísimos. Esta vez, la nena no se movió. Tenía las pupilas dilatadas, fijas en un punto más allá de la sala. A través de ellas miles de millones de ínfimas células fluyeron hasta el charco.

Tic, tic —volvió a repetir el fluido y desapareció, como desaparecen las imágenes holográficas.
La sala quedó en silencio.

Nadie notó la ausencia de actividad en la casa hasta pasados tres días, cuando los cadáveres empezaron a despedir olor y algunos familiares se habían acercado, nerviosos, porque no les contestaban el teléfono. El caso salió en los titulares de esa noche: “Asalto y muerte súbita de una familia”. Pero, aunque los decesos eran inexplicables, como robos y muertes ocurren todos los días, no se les dio mayor importancia. Sólo Tito, uno de los vecinos de Coty, que jugaba con un camión de bomberos en miniatura, mientras el padre miraba el noticiero y la madre preparaba el puré para la cena, notó una gota de un extraño azul brillante formándose justo frente a sus ojos, a la altura de su nariz.

Tic, tic —murmuró la gota, y Tito agitó las manitas.


(*) Este cuento fue publicado originalmente en AquaVioleta bajo el título "Tic, tic". Corregí el texto y lo subí, como borrador a la red Borradores.es, un recurso que estoy probando y me ha parecido fantástico para lo que se inician en el oficio y necesitan algo de orientación. Luego del proceso de corrección, lo subí a la red Falsaria. Los invito a votarlo ahí.